La salida de Carlos Zamarripa de la Fiscalía General de Guanajuato marca el fin de una era plagada de pendientes, silencios y omisiones.
Su legado, en el mejor de los casos, se resume en cifras alarmantes: miles de desaparecidos que jamás fueron buscados y miles de homicidios sin esclarecer.
Pero lo más grave es lo que decidió callar: Zamarripa habría informado al entonces gobernador Diego Sinhue Rodríguez Vallejo que ocho alcaldes electos y ahora en funciones, estaban vinculados al crimen organizado. ¿Qué sucedió después? Nada. Ni el gobernador ni el fiscal tomaron medidas contundentes, dejando que la impunidad se consolidara como una norma en el estado.
Durante su último periodo al frente de la fiscalía, particularmente desde que anunció su renuncia, Zamarripa tuvo la oportunidad de despedirse de otra manera a la que hizo. Por ejemplo, pudo haber dado golpes importantes al crimen o, al menos, haber demostrado avances significativos en la resolución de casos emblemáticos. Sin embargo, optó por la inacción. Se echó a la maca, como si la responsabilidad ya no fuese suya, y desapareció de la esfera pública. Jamás salió a dar explicaciones, a informar sobre resultados o a mostrar un atisbo de autocrítica.
Su silencio no solo fue una falta de respeto a las víctimas y sus familias, sino una muestra clara de la desconexión entre su gestión y las necesidades reales de la ciudadanía.
La opacidad que caracterizó su fiscalía es, sin duda, el aspecto más preocupante de su legado. Las investigaciones avanzaron a puerta cerrada, sin transparencia ni rendición de cuentas. Las familias de los desaparecidos nunca recibieron respuestas claras, y los homicidios quedaron relegados a una fría estadística. En lugar de construir confianza, la fiscalía bajo su mando profundizó la desconfianza en las instituciones encargadas de impartir justicia.
El panorama que deja Zamarripa no solo es desolador por lo que no se hizo, sino por lo que nunca se intentó. Guanajuato vivió años marcados por una escalada de violencia que convirtió al estado en uno de los más peligrosos del país. Pese a ello, las acciones de la fiscalía fueron insuficientes, cuando no inexistentes. La ciudadanía quedó atrapada entre el fuego cruzado del crimen organizado y la indiferencia de sus autoridades.
Lo más preocupante es que Zamarripa no tuvo reparo en llevar esta opacidad hasta el último día de su gestión. Ni siquiera en su despedida hubo espacio para la autocrítica o la rendición de cuentas. Salió de escena como vivió su gestión: en silencio y sin enfrentar los cuestionamientos de una sociedad que exigía respuestas.
Carlos Zamarripa deja una fiscalía marcada por la desconfianza, el silencio y los pendientes. Pero también deja una lección amarga: cuando quienes tienen el poder de actuar eligen no hacerlo, el costo lo paga toda la sociedad. Guanajuato tiene frente a sí el reto de reconstruir una fiscalía que no solo sea eficiente, sino que también sea transparente y cercana a las víctimas. Es el momento de romper con la herencia de la opacidad y exigir justicia verdadera, algo que, durante años, fue sistemáticamente negado.