Guanajuato ha sido testigo de una transformación en la manera de comunicar y ejercer el poder. Durante el sexenio de Diego Sinhue Rodríguez Vallejo, los informes de gobierno se convirtieron en espectáculos visuales de gran producción, con despliegues tecnológicos, escenografías imponentes y un tono que buscaba proyectar modernidad e innovación. Desde la presentación de un helicóptero fabricado en el estado hasta la llegada del gobernador en un vehículo eléctrico, cada acto parecía diseñado para posicionar a la figura del Ejecutivo en un pedestal de liderazgo futurista.
Hoy, el cambio es evidente. Para su primer informe –atípico por cubrir apenas unos meses de su gestión y la recta final del sexenio anterior– la gobernadora Libia Dennise García Muñoz Ledo ha decidido romper con esa tradición. Su mensaje no solo se distancia de los formalismos vacíos, sino que reivindica la cercanía con la gente. La decisión de trasladar estos actos a municipios alejados del Corredor Industrial, como una forma de dar visibilidad a regiones que rara vez figuran en el radar político, no es casualidad. Es una forma de decirle a los habitantes de estos rincones que el gobierno estatal está presente, que no son ciudadanos de segunda categoría y que su voz importa en el diseño de políticas públicas.
Este enfoque no es solo discursivo. Su gobierno ha priorizado la atención a sectores que históricamente no han sido el eje central de la agenda política. La inversión en programas sociales, especialmente aquellos dirigidos a mujeres, no solo responde a una lógica asistencialista, sino que han sido elevados a rango constitucional, asegurando su permanencia en el tiempo. Sin embargo, esta reorientación de prioridades también ha generado fricciones dentro del PAN, donde algunos ven con recelo lo que interpretan como un acercamiento a las políticas de la 4T.
En este corto tiempo, Libia ha demostrado ser una gobernante omnipresente, alguien que está en el territorio más que en el escritorio. Su habilidad para tejer acuerdos con diferentes fuerzas políticas ha sido clave en la dinámica del Congreso local, al tiempo que ha enfrentado retos internos derivados de las fallas de algunos integrantes de su gabinete. A diferencia de administraciones pasadas, donde los reflectores se compartían con otros actores políticos y económicos, hoy resulta difícil identificar figuras dentro de su equipo que brillen con luz propia. El peso de la gestión recae, en gran medida, sobre ella.
Pero hay un punto en el que la transformación aún no se ha materializado: la seguridad. Si bien el relevo en la Fiscalía y en la Secretaría de Seguridad y Paz Pública fue un gesto significativo, la violencia sigue siendo el gran desafío del estado. Las cifras de homicidios dolosos no muestran una tendencia a la baja y las masacres continúan siendo una dolorosa constante en la realidad guanajuatense. El nuevo fiscal ha mostrado un perfil más abierto y proactivo, y la estrategia de seguridad busca proyectar mayor cercanía con la ciudadanía, pero la percepción sigue siendo la misma: la paz aún no llega.
Aun así, hay señales alentadoras. El anuncio de la tecnificación del campo y el impulso de un nuevo acueducto desde la Presa Solís dejan entrever un cambio en la relación con el gobierno federal. Por años, Guanajuato ha enfrentado el estancamiento de megaproyectos por diferencias políticas con la administración central, pero este giro sugiere que podrían abrirse nuevas oportunidades de colaboración.
El estilo de gobierno ha cambiado radicalmente y, en el camino, ha generado expectativas y resistencias. Hay decisiones que generan esperanza y otras que aún deben demostrar su impacto real. Lo cierto es que Guanajuato ha entrado en una nueva etapa, una donde el ejercicio del poder ya no se basa en la grandilocuencia, sino en la cercanía. Falta ver si esta apuesta logra consolidarse en resultados que trasciendan las formas y redefinan el fondo.
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